Estuve en un avión esta semana pasada y experimenté un dilema. El hombre que estaba sentado a mi lado izquierdo pidió una Coca-Cola para tomar, abrió la lata y la vació en el vasito con hielo. Pero estaba tan cansado que no tomaba su gaseosa, sino que se durmió con el vaso lleno en su bandeja. Todo estaba bien por algunos minutos, pero él empezó a moverse en su sueño y varias veces tocó la mesa. Poco a poco la bebida se movía hacia la esquina donde iba a caerse y ensuciarle a él.
Yo tenía algunas opciones. Podía despertarle y decirle que su bebiba se iba a caer. Pero estaba tan contento en su sueño, casi roncaba, entonces no quería molestarle. Podía dejarla caer, pero si yo fuera él, hubiera querido que alguien me avisara. No es muy cortés observar el problema y dejarlo pasar sin vergüenza.
Entonces, ¿qué hice? Decidí calladamente y con toda cautela estirar la mano y mover el vaso de Coca-Cola al centro de su mesa. Pero justo cuando estaba haciéndolo, el Señor se despertó y me vio. Estaba perplejo y me miraba como si yo estuviera robando su Coca. Yo quedé tan sorprendido que intenté explicarle con tartamudeo cuál fue mi intención. ¡Pero él miró su Coca, me miró a mí sin creer mi versión de la historia, y pidió que la azafata que estaba cerca en el pasillo retirara su bebida!
Muchas veces no hacemos algo por temor de las posibles consecuencias. De hecho, muchas veces no compartimos con alguien nuestro testimonio o lo que Dios puede hacer en sus vidas porque no sabemos como se van a reaccionar. ¿Pero qué es mejor: mirar que personas que nos rodean se están destruyendo y no hacer nada, o intentar rescatarlos de sus circunstancias y malas decisiones aunque muchas veces no nos van a entender o aun nos van a rechazar?
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