El Gato Caballero

Por: Carlos Castro

Una historia como la siguiente, la escuché en una de mis primeras clases del seminario.

Había una vez un rey muy anciano, que, al verse en el espejo y descubrir más arrugas, canas y una pierna que se movía menos que la otra, presintió su muerte.

—Usted debe elegir a su heredero— le dijo su ayudante de confianza, mientras le calzaba la dentadura falsa.

—Tengo miedo de hacer eso— respondió el rey— porque tengo dos hijos gemelos. Uno es sabio y prudente, pero débil, y el otro es temerario, aventurero, pero algo tonto.

Después de pensarlo unos días el rey llamó a sus dos hijos, les entregó 30 monedas y los comisionó a responder, después de consultar a sabios y tener profundas reflexiones, una pregunta: ¿Puede cualquier hombre volverse un caballero?

El primer hijo, gastó cada moneda en largos viajes, que tuvieron por destino palacios de reyes reconocidos, torres altas e inaccesibles donde vivían sabios que fumaban pipas largas para pensar mejor, bosques donde seres viejísimos se hacían inteligentes bajo el anonimato, y cuartos enormes llenos de libros tan viejos, que tuvo que leerlos ayudándose de unas pinzas inmaculadas y unos lentes gigantes que amplificaban los garabatos de prominentes pensadores y los jeroglíficos de los reyes muertos del desierto.

El otro hijo, calculó el plazo que el rey les había dado, y se dedicó a beber e invitar rondas en el bar más concurrido del pueblo. Y si bien, en su borrachera, le preguntó a uno que otro mal viviente sobre el tema de los caballeros, la verdad es que no hizo mayor esfuerzo, pues no se le ocurría cómo encontrar la respuesta a semejante pregunta. Era claro: el rey dejaría el trono a aquel que contestara con la mejor respuesta, pero este hijo, en el ambiente de la fiesta, la música alegre, el juego del azar y el ajetreo de los copas que iban y venían, tambaleándose sobre charolas llenas de desperdicio, no tenía muchas probabilidades de convertirse en rey.

En esto pensaba, y se había declarado derrotado para sus adentros, cuando vio que un gato gris con pocas rayas negras y un bigote poblado se acercó a él, caminando sobre la barra, y le sirvió una copa de vino.

El hombre abrió los ojos.

—Debo estar demasiado borracho— se dijo. Pero ante su sorpresa, en los siguientes minutos vio al gato ir y venir, sirviendo vino a todo aquel que señalaba el barman.

—¿Es real lo que estoy viendo?— preguntó. —¿tu gato sirve el vino?

—Sí, lo hace— respondió el barman con naturalidad.

—¿Y cómo es que lo hace?— preguntó el hijo del rey.

—Bueno, no fue fácil al principio, pero con entrenamiento, cualquier gato puede volverse un cantinero

El joven asentía con la cabeza, mientras vaciaba la copa en su boca.

Le ofreció las últimas monedas al cantinero, a cambio del gato, y salió corriendo directo al palacio.

Se habían reunido los consejeros, algunos reyes invitados, los más altos funcionarios y las doncellas con vestidos que las asfixiaban. Todos se enfilaban frente al rey.

Cuando el joven llegó, guardaron silencio. Su hermano gemelo había entregado su respuesta,  en medio de un discurso magistral y doscientas páginas escritas de lado y lado, que justificaban su argumento.

Caminó por el piso de cuadros blancos y negros, hasta que llegó al estrado.

— ¿Y bien?— cuestionó el rey— ¿Encontraste tu respuesta?

—La encontré, oh padre, y tengo aquí la evidencia que la comprueba. No son grandes palabras, ni un discurso ensayado. Para ustedes, tengo a un gato que respalda mi declaración.

Acto seguido, el muchacho aplaudió dos veces. Todos exclamaron al ver al gato gris corriendo en línea recta, subir los escalones que llevaban al rey, hacer el descorche, servir la copa, y presentarla ante su majestad con una reverencia que no pudo haber aprendido en la desprestigiada cantina.

—Si un gato puede hacerse cantinero— concretó el joven mientras todos veían como el gato oxigenaba una copa— cualquier hombre puede hacerse un caballero.

El rey se levantó extasiado. Todo el mundo aplaudió. La audiencia se volvió loca, las trompetas sonaron y las doncellas olvidaron lo ajustado de sus vestidos.

Estaban celebrando aún, cuando un pequeño ratón atravesó el salón.

El gato se quitó el chaleco negro del que todavía colgaba el escudo del bar, se despeinó el bigote, tiró la copa al piso, y, motivado por su instinto, persiguió al pequeño animal hasta detenerle el corazón de un zarpazo.

Un hombre puede hacer muchos cambios en su vida. Puede aprender ser decente y educado. Puede saludar a sus vecinos por las mañanas y aplaudir en el culto en el compás exacto. Pero tarde o temprano su instinto le asaltará.

Necesitamos que Dios transforme nuestros corazones. Solo Dios trae el cambio de adentro hacia afuera.

*Carlos Castro es Maestro en Psicoterapia, atleta y autor. Junto con su equipo INMERSO, motivan y capacitan ministerios de evangelismo y plantación de iglesias en México.

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