La Vendedora de Libros



Caminé de prisa hasta una de las librerías más concurridas de la ciudad, con la firme intención de comprar un libro de Isabel Allende. No sabía cuál, pero había leído algunas narraciones de ella, y quería encontrarme con algo parecido.

Cuando entré al local -atiborrado de libros hasta el techo-, el sonido de la calle, los carros, la música de las tiendas y el saxofón del cubano que tocaba jazz sobre un banco del otro lado de la baqueta, se extinguieron.

Entré a esa atmósfera donde el aire es más pesado por la sucesión desordenada de inciensos de vainilla, sándalo y naranja, y por el aura de hombres y mujeres de mundo que irradian las personas que clasifican los libros, que los sacuden con plumas exóticas, que regalan separadores de mariposas disecadas a los clientes frecuentes, y que oxigenan las hojas de vez en cuando.

-Busco libros de Isabel Allende-. Le dije a la señora de cabello despeinado que se asomó detrás de una vitrina.

-Con todo gusto-, respondió.

Hizo que la acompañara, y mientras caminamos acarició todos los libros que enmarcaban la vereda de cultura que tuvimos que atravesar.

Tomó cinco libros, sin mirarlos. Me dio la impresión de que sus manos habían memorizado su ubicación en medio de aquella favela, hogar de tantas letras y pensamientos refugiados en papel.

Apenas los tomé, la mujer volvió al lugar donde la había encontrado, y yo agradecí que me dejara solo, para no sentir la presión que uno siente de comportarse como si dominara la materia en esos lugares.

No tardé en elegir, pero mientras caminaba de regreso por el pasillo, vi de reojo otro libro que meses atrás había querido leer. Dejé en su lugar sagrado el quinto de los libros presentados, y avancé triunfante hacia la vitrina para pagar, satisfecho por mi elección.

La señora se había agarrado el cabello con un listón enorme que le caía hasta la cintura.

Me miró con un odio filoso que sentí de inmediato y me hizo ladear la cabeza, buscando una explicación.

-Cambiar a Isabel Allende por Elena Garro… ni modo, hoy perdió Isabel.

Tomó el dinero y lo metió a la caja, sin verla, por esa habilidad suya de memorizar todos los lugares de su santuario de letras.

Cuando abrí la puerta y regresé a la calle, el cubano había organizado un baile y algunas personas reían y replicaban los pasos de moda en Tik Tok.

Yo los miré, consternado.

Con sus pocas palabras, la vendedora de libros había matado mi ilusión. Me sentí ignorante. Creí que había sido evidenciado por una muy mala decisión.

“¿Debí comprar uno de los cinco libros que me presentó con orgullo?”

Comencé a caminar, sosteniendo el libro en mi mano derecha, y un malestar conmigo mismo, en la mano izquierda.

Por supuesto, minutos después, cuando le quité la envoltura y leí la primera oración, el recuerdo de la mujer despeinada, con magnífica memoria muscular, desapareció junto con la vergüenza que me auto infligí en la librería.

La realidad es que compré un gran libro, y lo volvería a comprar.

Toda esta situación me hizo pensar en lo fácil que cuestionamos nuestras creencias cuando aparece alguien que se ve muy listo, un hombre o mujer de mundo, que nos miran con odio por creer en un Dios invisible, por dolernos cuando nos cuesta amar a nuestros enemigos, por ser benignos, por buscar la paz o por elegir un libro viejo y de muchas páginas, que dicen que pasó de moda, que dicen que fue un invento para controlar las masas.

En nuestras vidas habrá muchas vendedoras de libros, de ideas y de hábitos que, presumen, son lo mejor y lo más actual, pero no te avergüences de tu libro, no te avergüences de tu fe. Sostenlo fuerte, ábrelo a media calle, y, por qué no, baila como el cubano para celebrar que tienes el mejor libro del mundo.

*Carlos Castro es Maestro en Psicoterapia, atleta y autor. Junto con su equipo INMERSO, motivan y capacitan ministerios de evangelismo y plantación de iglesias en México.



Deja un comentario

Blog de WordPress.com.

Subir ↑