Amelia

Por: Carlos Castro

La noche en la que descubrí a Amelia, entre sus cobijas de estrellas amarillas, protegida por el calor maternal de su cuarto con luces sutiles, y arrullada por el sonido de las canciones de cuna que casi conseguían reemplazar los brazos de un padre y una madre, estaba lloviendo.

Fue la única noche fría de esa primavera -de muchas maneras-.

Por alguna razón, había acabado con mi trabajo antes de tiempo. Los niños más grandes terminaban su cena en el comedor, enorme y ruidoso. Algunos ya habían recogido sus platos y bajaban las escaleras encaminándose a sus pequeñas casas repartidas por el bosque para tomar un baño; terminar, quizá, la tarea pendiente; y dormir en sus dormitorios colectivos.

Yo caminé bajo la brisa, agotado por tantas emociones que me tocó abrazar desde la mañana. Solo buscaba algo distinto en lo que pensar. Y así, caminando sin rumbo, fue que encontré a Amelia.

Antes de llegar a ese encuentro, tengo que contarte sobre la gran pregunta. Porque en ese orfanato, establecido en lo que fue una antigua hacienda, había una pregunta a la que estábamos expuestos todos los que trabajábamos ahí.

De vez en cuando, algún niño o niña se acercaba a uno de los trabajadores por el que había tomado cierto cariño, y con un poema descargado clandestinamente de internet, escrito en una hoja de libreta, con un juguete sobreviviente de varias desgarradoras mudanzas, o solo con la necesidad de afecto a flor de piel, el niño lanzaba, nervioso, la pregunta:

– ¿Quieres ser mi papá?-

De asentir, uno adquiría instantáneamente una cualidad extravagante. Dejaba de ser el médico, el psicólogo o la licenciada, y subía de rango profesional de manera abrupta, al título de “papá” o “mamá”.

En el futuro, por supuesto, uno debía actuar en consecuencia con el nuevo nombramiento.

Cuando entré al área de cunas esa noche, me asombró el silencio. No faltaba el ruido, pero había ausencia de alboroto. Algo raro en esos días.

Doña Lucía, experta en el don y arte de amar bebés ajenos, estaba arropando a la pequeña Amelia. Tenía que cambiar otros seis o siete pañales, pero derramaba toda su ternura en cada bebé. Como si tuviera cariño de sobra, como si tuviera una fuente interna de paciencia, como si hubiera comido un libro de canciones de cuna y las notas salieran a chorros delicados por sus labios sonrientes.

Amelia me sonrió. Yo la cargué. Doña Lucía extendió su paciencia hacia mí, y me enseñó a sostener a esa alma con olor a talco para bebé.

– Ella es Amelia, y todavía no tiene papá – me dijo la que sería mi mentora durante los siguientes meses.

¿Y cómo iba a tener papá, si a sus meses de vida no podía hacerle la pregunta a nadie? La pregunta mágica, la pregunta que los otros niños podían hacer en cualquier momento.

– Yo voy a ser su papá.- Le dije a mi compañera de trabajo, bajo esa poca luz que mantenía a raya a las pesadillas.

– Yo voy a ser tu papá-, le dije a Amelia, sintiendo su fragilidad sobre mi pecho, por su blanda respiración.

A partir de ese momento, llegué más temprano al bosque, todos los días. Corría para atender mis quehaceres, entregaba mis reportes antes de tiempo, hacía de todo, para que, al menos a la hora de dormir, Amelia tuviera un padre. Aprendí a cambiarle sus pañales, y ella aprendió a sonreírme. Yo amé sus manitas, y ella se fascinó por mi barba. Yo le daba de comer y ella me veía a los ojos, y por ese instante, el día valía la pena.

Creo que nosotros, tan humanos, tan llenos de maldad, jamás podríamos hacerle la pregunta a Dios. Sabiendo eso, él respondió ante nuestra necesidad.

“Yo voy a ser tu papá”, nos dice.

“Yo cambiaré tus pañales para que tú puedas sonreírme. Yo te amaré con todo y tus torpezas, para que tú te fascines por mi poder. Yo te daré el verdadero alimento que necesitas, para que tú me veas a los ojos y así yo sepa que el día de la cruz, valió la pena.”

*Carlos Castro es Maestro en Psicoterapia, atleta y autor. Junto con su equipo INMERSO, motivan y capacitan ministerios de evangelismo y plantación de iglesias en México.

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