Como hemos visto en las últimas dos entradas, Pedro dice que somos un linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, un pueblo adquirido por Dios. ¿Pero para qué? “Para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (2:9). Somos un pueblo enviado.
La nuestra no es una posesión para nuestro propio bien. Somos comisionados a proclamar sus actos poderosos. Habiendo sido escogidos, redimidos, transformados, y santificados, también somos enviados. Ser elegidos no es para nosotros solos, es para el mundo.
En su segunda carta Pedro hizo que su pensamiento fuera muy claro: “El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9).
Pedro obviamente había llegado a abrazar la pasión de Jesús por los perdidos. El Dios que amó al mundo suficientemente como para enviar a su único Hijo (Juan 3:16), ¡desea que ninguno se pierda!
Esa convicción ha motivado a la Iglesia del Nazareno alrededor del mundo. No podemos descansar mientras hay tantos que aun no están con Cristo. Nuestra misión implica ser valientes y llenos de valor. Somos el pueblo enviado de Dios, llamados a proclamar las riquezas de su gracia a todas las personas, en todo el mundo. Con el optimismo radical de la gracia que nos motiva, vamos con el poder del Espíritu para ganar el mundo para Cristo.
Somos enviados. Esta es nuestra herencia; esta es nuestra misión.
Deja un comentario