Por: Rev. Yeri Nieto
Lectura: Lucas 24.13-35
Dos de los discípulos de Jesús, en vez de quedarse en Jerusalén, estaban alejándose de la comunidad. Era lo más lógico para ellos, porque cuando la tristeza abarca toda tu alma, no te quedan muchas opciones, sino irte del lugar que te causa dolor. Y el dolor de ellos era muy grande: habían estado cierto tiempo con el Maestro, habían recorrido aldeas, lo habían visto sanar enfermos, hasta resucitar a personas muertas; ellos habían sido testigos de la proclamación poderosa de Jesús, quien hablaba con autoridad. Estos dos discípulos habían experimentado el amor a través de las acciones de compasión del Maestro de Galilea; habían sentido las manos del Señor cuando Él oraba al Padre e intercedía en amor por sus vidas. Pero ¿qué tenían ahora? Solo tristeza, porque el gran profeta había muerto.
Todas sus esperanzas estaban fincadas en Él, pero Él ya no estaba. Y ellos vieron cómo el día viernes lo torturaron, lo golpearon, lo masacraron, lo clavaron a una cruz, y todo el tiempo el Maestro se quedó callado. No era solo el miedo el que hizo que se alejaran del Gólgota cruel, era sobre todo tristeza. ¿Quién es capaz de soportar el sufrimiento de la persona que ama? Quizá uno de ellos oró al Padre, y le dijo «¡Llévalo ya, Dios, llévalo ya!», para que todo el dolor se acabara de una vez por todas.
Pero nosotros sabemos que la verdadera tristeza no termina rápido.
Así que, en este atardecer, antes que la noche cubriera con su manto oscuro la espesa negritud del alma de estos dos, ellos mejor se iban a Emaús. Iban conversando, porque no tenían más ganas de llorar en su propio silencio. Iban suspirando lo que apenas podían asimilar. Todas sus esperanzas se habían ido al mismo sepulcro donde fue sepultado Jesús. Y no tenían intención alguna de animarse. El desconsuelo es así: quién sabe por qué, pero preferimos sumirnos en él que pensar en el futuro. En la melancolía jamás hay mañana. Y estaba anocheciendo ya. Y todo eso les recordaba que la noche del corazón siempre es más profunda. Tan profunda, que no reconocieron que Jesús estaba ahí.
«Por alguna razón», dice Lucas, «no lo reconocieron». Ellos lo conocían, pero no lo reconocieron. La razón era el dolor insondable, el peso de la desesperanza que nos habita en el subterráneo de nuestras vidas. Pero Jesús sí estaba ahí. Y comenzó a abrirles las Escrituras.
Y cuando lo hizo, los corazones de ellos comenzaron a arder. Por primera vez, desde el viernes trágico, ellos notaron que estaban vivos todavía, y que la Palabra les encendía. Supieron que la esperanza no se había esfumado del todo, y que la tristeza también tiene fecha de caducidad. Y por eso, cuando el Maestro hizo como que iba más lejos, ellos le dijeron «Quédate con nosotros». Y Jesús se quedó, y partió el pan. Los ojos de ellos fueron abiertos, y volvieron a su comunidad.
Solo la Palabra escrita de Dios hará que nuestros tiempos de tristeza sean soportables. Solo la santa Escritura nos proveerá paz y esperanza en medio de cualquier tragedia. Deja que esa Palabra comience a incendiar tu corazón.
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