Dos fracasos. Una invitación

Por: Josué Villatoro

Uno, tenía frente a sí un futuro espectacular; otro, vivía un dulce presente lleno de éxito y gloria. Uno, era el heredero de un imperio comercial; otro, era el rey más importante del momento. A pesar de ello, ninguno de los dos tomó buenas decisiones, y lo que parecía ser un destino lleno de luz y triunfos, se volvió en un sendero repleto de oscuridad, fracaso, tristeza y destrucción.

Todo comenzó con sus decisiones. Uno, le pidió a su papá que se muriera; otro, mandó a matar a un hombre. Uno, despilfarró todo su dinero con mujeres; otro, abusó sexualmente de una mujer casada. Uno, trajo la ruina económica a su familia; otro, acabó con la suya por un momento de placer.

La historia del hijo que se va de casa con toda la herencia que le corresponde (Lucas 15:11-32), y la del Rey David al abusar sexualmente de Betsabé y mandar a matar a Urías (II Samuel 11), nos presentan casos similares: abuso de confianza, deseo de hacer mal, preminencia del placer sobre la razón, disfrute de los bienes volátiles, irresponsabilidad personal, etc. Sin embargo, hay en cada una de estas narraciones, un elemento central para nosotros: el arrepentimiento genuino.

El rey, puesto en evidencia por Natán, confrontado abiertamente, y consciente del terrible daño hecho a una mujer que ahora era viuda, que llevaba en su vientre a un hijo ilegítimo, y a quien causaría aun más dolor, dice: “Yo reconozco mis transgresiones; siempre tengo presente mi pecado. Contra ti he pecado, solo contra ti, y he hecho lo que es malo ante tus ojos; por eso, tu sentencia es justa, y tu juicio, irreprochable (Salmo 51:3-4 NVI)”.

Por otro lado, el joven, antes apuesto, guapo y popular, y ahora feo, apestoso, pobre, sin amigos y comiendo excremento, recapacitó y dijo: “Tengo que volver a mi padre y decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros (Lucas 15:18-19 NVI)”.

“He pecado”.

“He hecho lo malo”.

“He ofendido a Dios”.

“He lastimado a las personas a quienes más quiero”.

¡Qué fuertes declaraciones! A nadie le gusta aceptar que ha hecho lo malo. Nadie quiere reconocer que está en un error, o que se ha equivocado. Pero en estos casos, el reconocimiento del pecado y la confesión de la maldad son el principio del camino de vuelta hacia Dios, hacia la casa del Padre, hacia el perdón, y hacia la restauración.

David, tras recibir el perdón, va a exclamar: “¡Dichoso aquel a quien se le perdonan sus transgresiones, a quien se le borran sus pecados! (Salmo 32:1 NVI)”. El padre de familia, al recibir de nuevo a su hijo en casa, declara que “teníamos que hacer fiesta y alegrarnos (Lucas 15:32a NVI)”. ¡Qué diferente escenario!

Nosotros hoy, al prepararnos para celebrar la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesucristo, deberíamos plantearnos lo mismo que el Rey David, y el joven pródigo. ¿Es posible que alguno de nosotros esté en pecado hoy? ¿Existe la posibilidad de que alguno de nosotros está ofendiendo a Dios y a las personas cercanas?

Como estos dos hombres, reconozcamos nuestra transgresión, y confesémoslo ante el Señor. Experimentemos la dicha de ser perdonados por Dios, y celebremos, con un corazón limpio, Su victoria sobre el pecado.

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