Por: Rachel Kleppen
*Traducido del artículo de Christianity Today publicado
el 13 de septiembre de 2019
Desde que tengo memoria, la palabra misionero evocaba una imagen específica que producía ansiedad en mi mente. Un joven sentía un ardiente llamado a alguna nación “peligrosa” o “asolada por la pobreza”, se despedía de las comodidades del hogar y la familia y se asimilaba a una nueva cultura. Sufría, confiaba en Dios, daba fruto, recaudaba dinero. Repetir.
Fue esta noción la que me vino a la cabeza cuando un misionero en su gira misionera me pidió una cita, una situación que me llevó a enfrentar mi inquietud por una futura vida en el campo misionero. El misionero en su gira se estaba preparando para un compromiso de cinco años con la base de Juventud Con Una Misión (JUCUM) en Taipei, Taiwán, y aunque yo estaba interesada en él, no pensaba que estuviera hecha para los sacrificios anticipados. Pero después de visitarlo durante algunas semanas en el verano, me sorprendió descubrir que su vida no se parecía en nada a la impresión de mi infancia. Estudiaba mandarín en cafés durante el día e iba a la cafetería de la base algunas noches a la semana para enseñar inglés y la Biblia a los lugareños. Vivía en un apartamento moderno con aire acondicionado, Wi-Fi y televisión por satélite y la mayoría de sus muebles provenían del IKEA que estaba a unas pocas paradas del metro de Taipei. A pesar de que vivía a miles de kilómetros de su casa en Dakota del Norte, aún podía ver los partidos de futbol de los Vikingos en línea y llamar a su familia cuando quisiera.
Estas comodidades modernas terminarían haciendo más fácil para mí (y para muchos otros) decir que sí a Taiwán. De lo que no me di cuenta fue de lo difícil que sería decir que sí más adelante, en los pequeños pero cruciales momentos de transición y encarnación.
El Internet de alta velocidad, los aviones y los teléfonos celulares nos han dado a quienes hemos dejado atrás nuestras vidas y seres queridos una capacidad sin precedentes para permanecer conectados con ese mundo. Pero estos avances tecnológicos también han inhibido la capacidad de los misioneros para estar presentes y comprometidos en el trabajo al que creen que Dios los ha llamado.
Choque Cultural Prolongado
El misionero y yo nos casamos el verano después de mi primera visita y nos mudamos a Taiwán tres semanas después. Me esperaba una temporada de choque cultural, ya que la imagen exótica de Taiwán había dado paso a la realidad de que ahora vivía en una cultura poco familiar. A diferencia del acre boscoso de mi familia en la zona rural de Minnesota, ahora vivía en una ciudad hecha de rascacielos de concreto donde era casi imposible encontrar un tramo con pasto. La barrera del idioma significaba que tareas simples como comprar víveres e ir a la oficina de correos llevaban horas, dejándome exhausta y agotada antes de que el día siquiera estuviera a la mitad. El verano abrasador y húmedo duraba meses, mientras que los pocos días frescos que experimentábamos iban a menudo acompañados de lluvias torrenciales.

En esos primeros días, a menudo revisaba los últimos sucesos en Facebook o llamaba a mi mamá para aliviar temporalmente la presión de la transición, a veces fantaseando con regresar a casa. Pasaba horas viendo Netflix y comiendo comida chatarra de la tienda de conveniencia local después de llegar a casa de la clase de chino, desesperada por sentirme normal en un lugar completamente extraño para mí.
Mi lucha no sorprendió a Scott Contival, el líder de la base de JUCUM Taipei y el jefe de mi esposo. Contival, que ha vivido en Taiwán durante 17 años y ha sido testigo de cómo muchos miembros de su personal se enfrentan a una nueva cultura en sus primeros meses, me dijo que mi experiencia era normal. “Típicamente, le toma a una persona entre 6 y 18 meses atravesar el ciclo del choque cultural, para llegar a un punto en el que pueda tener una sensación de normalidad».
O al menos solía hacerlo.
«En años recientes hemos visto una corriente de nuevos misioneros que nunca salen realmente de la fase de choque cultural», dijo. «Sus laptops y teléfonos inteligentes les proporcionan acceso ilimitado a sus familias y su propia cultura, y hace que sea mucho más difícil hacer el trabajo de encarnación». La encarnación, me estaba dando cuenta lentamente, y a veces dolorosamente, era la parte tal vez más importante de la vida del misionero «exitoso» en el extranjero.
Una Nueva Generación
Si bien la encarnación sigue siendo el deseo de muchos misioneros modernos, los desafíos crecen cada vez más.
«Para los misioneros de antes, el día en que se despidieron de sus familias para partir al campo misionero podría haber sido el peor día de sus vidas. Pero tan pronto como el barco zarpaba, la herida comenzaba a sanar”, dijo Contival.
Doris Brougham puede testificar de esto, pues hizo su primer viaje a China en un carguero de seis semanas desde Portland en 1948 a los 22 años. Pasó sus primeros tres años en China mientras la Revolución Cultural se estaba gestando, antes de finalmente establecerse en el Mar del Sur de China en la isla conocida como Formosa (el nombre previo de la isla que ahora es Taiwán). Durante esos tumultuosos primeros años, apenas tuvo noticias de su familia, y su único acceso eran las cartas que llegaban en el lugar correcto en el momento correcto. Cuando llegó a Taiwán, sus únicas posesiones eran su Biblia en chino y su trompeta.
La vida no se hizo más fácil de inmediato para Brougham. Perdió a sus dos padres inesperadamente durante sus primeros tres años en el extranjero, pero el viaje a casa era demasiado largo y costoso para que ella asistiera a sus funerales. Su pesar era inmenso, pero tenía que encontrar una manera de procesarlo en el campo, un enfoque que finalmente profundizaría su amor por su nuevo hogar y su dependencia de Dios. Los niños de las aldeas a menudo se reunían a su alrededor mientras tocaba su trompeta, formando coros improvisados que le brindaban alegría y significado en tiempos difíciles. Poco a poco, construyó una nueva vida entre los taiwaneses y hoy presume 70 años (y contando) de fructífero ministerio.
En la era moderna, la distancia entre el campo misionero y nuestros países de origen se vuelve cada vez más pequeña y más barata. Los vuelos nos regresan a casa en cuestión de horas o días en lugar de semanas o meses. Nuestros teléfonos inteligentes nos permiten ponernos en contacto con la familia al instante. Las redes sociales nos mantienen al día con las vidas de nuestra familia y amigos, sin mencionar las noticias políticas, de celebridades y deportivas. Este acceso es un regalo en muchos sentidos: es mucho más fácil para nuestras familias e iglesias enviar palabras de aliento y también estar al pendiente de las emergencias que podríamos enfrentar. Viajar a casa por permisos es más fácil y costeable, y las personas pueden visitarnos sin un compromiso de meses.
Pero estas innovaciones también pueden servir como una distracción, y es desafiante discernir cómo establecer límites saludables con comodidades aparentemente buenas. “Temo que los misioneros de hoy, a pesar de que dejaron el hogar físicamente, es totalmente posible que sigan viviendo allí a través de las redes sociales y Facetime”, dijo Contival. “Y esa herida por salir de casa se reabre constantemente”. Personalmente, he luchado por establecer límites saludables con una familia amorosa que quiere que me sienta incluida; una Navidad me encontré llorando después de que sostuvieron el teléfono para verlos abrir todos los regalos que les había enviado. El año pasado ofrecieron pagar mi vuelo a casa cuando cumplí 30 años, una decisión aparentemente fácil que resultó en semanas de extrañar mi hogar a mi regreso.
Otras preguntas como «¿Con qué frecuencia debo llamar a casa?» o «¿Está bien ver Netflix? ¿Cuántas horas a la semana?» me asaltan a mí y a otros que tienen acceso a Internet de alta velocidad y teléfonos inteligentes. Las respuestas a estas preguntas no son las mismas para cada persona, pero tratar de procesar la cantidad de opciones frente a nosotros puede pasar la factura de energía emocional a los misioneros, alejándonos de los lugares a los que Dios nos ha llamado.
Apoyo a los Misioneros en la Era Global
Como todos los cristianos, los misioneros pueden sentirse débiles, extrañar su hogar y desanimarse. En estos momentos bajos, no es raro recurrir a ver programas de televisión por horas o seguir religiosamente a nuestro equipo deportivo desde lejos. En medio de nuestra soledad, aquí es donde la iglesia puede tomar ventaja de los viajes y la tecnología para unirse y alentar a quienes se les confían. Proveer para los misioneros siempre ha sido más holístico que enviar dinero, pero en esta era digital, quienes apoyan deben pensar estratégicamente sobre cómo pueden ayudar mejor a que los misioneros sean fieles al llamado que Dios ha puesto en sus vidas. Me ha pasado que miembros de la familia me han ofrecido compartir su contraseña de Netflix o comprarme un pase de temporada para ver a los Minnesota Twins, pero me di cuenta de que esas cosas me provocan una tentación demasiado grande como para dedicarles mi limitada atención. Al mismo tiempo que las organizaciones misioneras aprenden a establecer estándares para ayudar a los misioneros en estas áreas, quienes apoyan también pueden desafiar y alentar a los que están bajo su cuidado.
Los misioneros y sus familias sacrifican mucho para llevar el reino a las partes no alcanzadas del mundo y necesitan un sistema de apoyo dispuesto a hacer sacrificios también, no solo en las finanzas, sino en oración, consideración y comunicación intencional. El papel del equipo de apoyo no es necesariamente aliviar el dolor del llamamiento misionero, sino llevarlo junto a ellos.
La comunidad de la iglesia y quienes apoyan a un misionero deben comenzar preguntando cómo va el viaje de aclimatación cultural para la persona. ¿En qué áreas están luchando? ¿Hay formas en que la tecnología está dañando su ministerio? ¿Es mejor viajar a casa para este evento o está bien perdérselo? ¿De qué manera están experimentando un choque cultural? ¿Se está volviendo más fácil o más difícil? ¿Hay áreas de pecado que se están dejando pasar sin control? ¿Cómo podemos ayudar en oración y rendición de cuentas?
Cuando Pablo cierra sus dos cartas a los tesalonicenses, les pide simple pero apasionadamente que oren por su ministerio (1 Tes. 5:25, 2 Tes. 31), una necesidad que los misioneros de hoy comparten desesperadamente. Si está orando por un misionero, ¡avísele! Es un estímulo simple pero poderoso.
Conectarse
Tuve la oportunidad de sentarme con Brougham, ahora en sus noventa-y-tantos, a principios de este año y escuchar algunas de sus experiencias de la transición hacia el campo en la década de 1950. Era brillante e ingeniosa, pronta para contar una historia divertida de su vida en Asia. Mientras compartía, era evidente cuán diferente era el Taiwán al que llegó del Taiwán sobre el que estoy construyendo cimientos. Muy pocas personas hablaban inglés cuando ella llegó, y aprender mandarín rápidamente no era una elección sino una necesidad. El saneamiento estaba lejos de ser moderno en muchas de las áreas por las que viajó y conoció a muchas personas con tuberculosis y otras enfermedades infecciosas, esperando no contraerlas ella misma. Conforme ella compartía, me movía inquieta en mi asiento, sintiéndome insegura acerca de cuán aparentemente insignificantes eran mis luchas en comparación con las de ella. Se enfrentaba a situaciones de vida o muerte; yo solo estaba tratando de decidir qué aplicaciones debería tener en mi teléfono.

Pero descubrí que cuando comencé a tomar en serio mis luchas personales, podían ser catalizadores para mi crecimiento personal y florecimiento en el ministerio. Mi esposo y yo guardamos bajo llave nuestra televisión en un armario por una temporada para que pudiéramos tener conexiones más significativas entre nosotros y con los invitados en nuestra casa. Dejé de sacar mi celular en público para poder hablar con otras mamás en el patio de juegos en lugar de revisar mis notificaciones de Twitter. Cuando limité mis conexiones allá en mi hogar, descubrí que mis conexiones aquí en Taiwán comenzaron a crecer. El dolor del choque cultural eventualmente se calmó y descubrí que mis interacciones menos frecuentes con el hogar eran más vivificantes que necesarias para la supervivencia.
Poco más de un año después de que nos mudamos a Taiwán, mi esposo y yo tomamos un taxi hasta el hospital taiwanés al final de la calle para dar a luz a nuestro primer hijo. Fue agridulce dar la bienvenida al miembro más nuevo de nuestra familia cuando todos los demás miembros de nuestra familia estaban a miles de kilómetros de distancia. Pero descubrimos que nuestro hijo tenía otra familia extendida, llena de tías y tíos taiwaneses que lo habían acogido como suyo. Algunas de sus primeras palabras fueron en chino y tiene un apetito insaciable por la comida taiwanesa, para el deleite de todos nuestros amigos. Todavía enviamos fotos y videos a la familia (y hemos recibido a muchos visitantes). Pero Taiwán se ha convertido en nuestro hogar.
–Rachel Kleppen vive en Taipei, Taiwán, con su esposo, Travis, y su hijo, Benaiah, donde trabajan con la base local de Juventud Con Una Misión. Tiene una licenciatura en pastoral juvenil y estudios bíblicos de la Universidad Bethel en St. Paul, Minnesota.
Muy buen artículo! Gracias por postearlo, lo compartiré con mis amigos misioneros. Bendiciones!
Excelente artículo sobre misiones, gracias